River, de callado:
al revés que en Boca, nadie habló. Con el apoyo de los hinchas, se aisló y armó
un 11 que incluiría de arranque a Nacho Fernández.
El título de esta
nota no está entrecomillado como el de la contra porque, justamente, esto es
River. Esto: no salir a hablar, aislarse en el hermetismo y la cautela antes de
un partido como el de mañana. Jugarla de callado, a cara de perro, sin contacto
con los medios. Sin contacto con nadie salvo con un grupito de hinchas que se
infiltraron para hacer el aguante y bancaron la parada, que confían en el aura
del deté y de sus jugadores. Después, ni fotos oficiales hay de la
concentración de River en el Sofitel de Cardales: el plantel de Gallardo se
encerró en su búnker para preparar esta final contra Boca. El plantel entero,
el cuerpo técnico, D’Onofrio (que estuvo ayer en la práctica) y nadie más. Esto
es River. Un equipo que todavía no es equipo en lo que va de 2018. Aunque el
Muñeco ya parece tener a los 11: ayer, en un ejercicio táctico del que
participaron 13 futbolistas, paró una formación que incluyó a Nacho Fernández
en el medio y en la que el Pity Martínez alternó con Quintero y Mora, con
Scocco. River es un equipo que no tiene hoy casi ningún titular
indiscutido. Pero un equipo que, con el Muñeco al mando, casi siempre estuvo a
la altura de los grandes desafíos, y por eso la bandera que ilustra esta
nota. Un equipo que se suele hacer fuerte en los escenarios más jodidos. Y éste
sin dudas es uno de ellos. Una final contra Boca, contra el Boca puntero,
contra el Boca todopoderoso, contra el Boca de Angelici y de Tapia y de Macri y
de los amigos de Macri como Tevez y Guillermo y de la AFA y del Gobierno y del
Tribunal de Disciplina y de la Selección y del Poder Judicial y de la
Secretaría de Deportes y de la CIA y el FBI tal vez también. Una final contra
este Frankenstein de poder que es Boca y en este momento de River, acaso el
peor, casualmente, desde que Gallardo es su entrenador. Sin juego, sin fuego
sagrado desde aquella traumática eliminación ante Lanús y, por si faltaba algo,
perjudicado por los arbitrajes más de una vez en los últimos tiempos.
Pero el contexto
tiene puntos de contacto con otros. Antes de la semifinal de vuelta de la
Sudamericana contra Boca, River llegaba golpeado por una racha de empates y
derrotas que lo dejó prácticamente afuera de un torneo local que parecía tener
en el bolsillo. Antes de los octavos de la Libertadores contra Boca, venía de
perder en una semana la Supercopa Argentina con Huracán y el superclásico de la
liga, había clasificado por la ventana en la fase de grupos de la Copa y
enfrentaba al clásico rival, que había sacado puntaje ideal y récord.
Esta vez, los
contrastes se ven aún más intensos. Y aunque el título en disputa sea de un
valor muy menor al de esas dos copas internacionales que River ganó luego de
eliminar a los primos en cuestión de seis meses, el partido representa mucho. Porque
es un clásico, porque -bien o mal- es una final por un trofeo oficial y es una
situación que sólo ocurrió una vez en la historia, porque River necesita como
el agua un triunfo “crucial”, como dijo el propio Eme Ge, para salir del pozo a
tiempo, para usar la Supercopa de trampolín para encarar el final de la
Superliga y, sobre todo, la zona de grupos de la Copa, para darle una alegría a
la gente en medio de la malaria. Para eso, debe salir a jugar con la sangre en
el ojo.
Hoy, tras otro
entrenamiento en el silencio de Cardales, volará a Mendoza y será recibido por
una multitud, como sucede en cada provincia a la que va en general y en la
tierra del buen vino en particular. Los hinchas de River esperan eso. Una
alegría al fin, levantar la cabeza de una buena vez y volver a ver a un equipo
con la mística copera que tuvieron siempre los equipos de Gallardo en las
finales.
¿Saldrá
así?
Gallardo probó con
Franco Armani; Gonzalo Montiel, Jonatan Maidana, Lucas Martínez Quarta y
Marcelo Saracchi; Ignacio Fernández, Enzo Pérez, Leonardo Ponzio y Gonzalo
Martínez o Juan Fernando Quintero; Lucas Pratto y Rodrigo Mora o Ignacio
Scocco.
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